Parir mellizos no ha sido como tener dos empresas // Deb
Me encantan las cartas y a estas las escribo para mis amigas. Espero que de paso las lea alguien más. No son «newsletters» sino algo así como «old-letters».

Esta semana, a propósito del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, el aire se llenó de reflexiones sobre lo femenino. Y encuentro que puede ser buen momento para compartir esta carta que escribí hace unas semanas a Débora Marín (Oyedeb) en respuesta a uno de sus emails, que me conmovió especialmente, sobre su experiencia con la maternidad.
Aunque siempre hablo de mis hij@s, esta es mi carta más personal hasta el momento. No pediré dis-culpas por su extensión, que ya es hora de dejarnos de tanta autoflagelación. Eres libre de leer hasta el final, por saltitos, o dejarlo ahora mismo...
"Entré con un embarazo de melliz@s de 26 semanas y salí con un parto inminente a las 33, para finalmente dar a luz en mi casa con la ayuda de una ambulancia esa misma madrugada. Fue mi primer año en Catalunya. El más largo e intenso de mi vida. "
Querida Deb:
Tu email me ha llegado al móvil mientras escuchaba el audiolibro “La ridícula idea de no volver a verte”, en el preciso párrafo donde Marie Curie habla de su maternidad. En su diario nombra el sentimiento adverso que le provoca el compaginar su tarea científica con la doméstica.
Rosa Montero, la autora, afirma sobre ese pasaje que la culpa ha sido siempre un sentimiento femenino y lo ilustra con un despliegue de ejemplos y reflexiones que encuentro emocionante.
Quizá esta sincronía es la que me impulsó a enviarte esta carta.
Esperaba con expectativas que mujeres como tú escribieran sobre la maternidad. Sobre el emprender después de la experiencia de un parto, ese rayo que marca de forma irrenunciable lo cotidiano y que tú abarcas en la idea de las tormentas.
No aguardaba estos textos como quien se sienta a esperar la derrota del enemigo, sino reservando la esperanza de voces nuevas.
Aceptar la mierda sin atenuantes, el dolor sin disfraces, la decepción sin matices, incluidas en el pack de la madre.
El papel enorme e invisible, el iceberg que apenas deja ver una centésima parte y que se asienta sobre toneladas de hielo.
Y eso, querida Débora, es lo que vengo a agradecerte.
Mis hijos (hij@s, hijes, hijxs) son adolescentes. Mi trabajo como emprendedora se ha ido adaptando sucesivamente a sus etapas vitales.
Después de una temporada larga de Empordà y escuelas rurales, ahora vivimos en la ciudad para que tengan independencia y oportunidades.
El olor a humo de castañas en las calles de Girona me trae al recuerdo, como cada año por esta época, mi mes y medio ingresada en el hospital Trueta.
Entré con un embarazo de melliz@s de 26 semanas y salí con un parto inminente a las 33, para finalmente dar a luz en mi casa con la ayuda de una ambulancia esa misma madrugada. Fue mi primer año en Catalunya. El más largo e intenso de mi vida.
Repito el ritual de contar los días desde el 26 de octubre hasta el 11 de diciembre y comparar mis jornadas llenas con cada una de aquellas, lisas como un desierto. Llegaba a leer 200 páginas porque no tenía móvil y se me acababan las moneditas para el televisor.
Tejía una bufanda a rayas para mi hijo Mateo, de dos años, que se quedaba en casa con Ariel y que no me hablaba cuando venía de visita el fin de semana. Yo atribuía su mutismo a mi abandono, claro, la culpa, y lloraba cada vez que se iban.
Sostenía con dificultad las agujas porque la medicación para evitar las contracciones me daba taquicardia. Solamente iba andando a la ducha dentro de la habitación, al resto de movimientos los hacía en silla de ruedas.
Sin duda que ya era madre de Marco y Zoe. Más madre que cuando finalmente salieron de mi cuerpo en mi propia cama deshabitada para subirse a una ambulancia y volver a una incubadora del mismo hospital.
Sostenerlos en mi interior para que acabaran de cocerse y saliesen humanos completos, fue la misión más delicada de mi existencia.
El viernes 10 de diciembre de 2004 me fui de alta médica después de la cena. Volví antes del desayuno de ese sábado con mi útero vacío después de un alumbramiento arriesgado: nos asistió una médica que nunca había ejercido de comadrona. Se encontró con una cabeza de bebé ya asomando y pidió por radio las instrucciones a la ginecóloga que la guiaba a la distancia.
No encontraban las tijeras para cortar el cordón umbilical. Había al menos cinco personas rodeando la cama. Hay una foto donde sonrío con Zoe en los brazos, esperando las contracciones finales de Marco, que aún estaba a la espera de seguir el camino abierto por su hermana hacia el mundo exterior.
Yo salí del hospital pronto, pero aún faltaban las visitas diarias otros doce días agotadores para llevar mi leche ordeñada en casa. Ya tenía la experiencia de un prematuro, nacido en Estados Unidos, y no me dejé ningunear por la mirada censora de las enfermeras como me había pasado con Mateo.
Sabía que tenía que alquilar un sacaleches potente, producir todo el alimento para mis hij@s y estar lista con la cantidad que necesitaran cuando finalmente viniesen a casa. Como si fuera un regalo envuelto en papel brillante, me los entregaron la mañana del 25. Tenía leche para los dos. Al menos esta vez no tendría esa batalla.
Hiberné hasta que engordaron lo suficiente. Durmiendo en un sofá cama que abría para sentarme con Zoe en la teta derecha, Marco en la izquierda. De día tenía el mando del televisor y el teléfono a mano; de noche, Mateo dormía a mis pies.
Ariel ejercía las tareas mundanas que nos sostenían.
Yo diseñaba la revista que teníamos como empresa familiar así que pronto volví al ordenador en las horas que podía.
El trabajo de otra mujer (la canguro) y el esquema de supervivencia que nos montamos, nos permitieron llegar a los tres años de lactancia materna. Ese plazo que hasta mis compañeras del grupo de apoyo que cofundamos en Blanes consideraban un tanto fundamentalista.
Contado así parece heroico, pero yo navegaba en la desesperación muchos días.
Hasta ser madre nunca sentí ningún obstáculo o discriminación por ser mujer. En cambio la maternidad me sumió en una cantidad infinita de paradojas.
Reproducir es antiproductivo. El amor a los hijos anula el amor en la pareja. Cuando más necesitamos recursos es cuando menos podemos generarlos. Es un sueño que nos trae insomnio. Etcétera.
No digo que sean verdades absolutas, solo que eso es lo que sintió mi carne en esas horas infinitas de contornos borrados. Los bordes de las horas y los de mi identidad.
Verdades que hundieron mis creencias de hasta entonces.
Mi maternidad transita la adolescencia ahora. El desafío es de otra naturaleza. Menos animal, más cerebral.
Hace poco le grité a mi hijo mayor una cantidad de órdenes sobre lo que esperaba de él y tuvimos este diálogo:
—Mami, sabés que no sirve de nada esto que me estás diciendo, yo solo te veo mover los labios blablabla.
—Ya lo sé, no lo digo para educarte sino para sacame la rabia.
—Ah, qué madre más evolucionada, a algunas les lleva toda la vida reconocer algo así.
Ellos, que ya pueden expresarse como adultos, dicen agradecer en su crianza la honestidad sobre todas las cosas.
Esa misma honestidad que hoy leo en tus líneas. Y entre tanta frase vacía, respiro con alivio.
No tengo moralejas, ni frases motivadoras, ni ánimos para darte.
Solo las gracias

Post(big)data
Oyedeb
Es una emprendedora que sigo desde sus inicios y tiene una voz que encuentro muy auténtica. También recomienda libros, series o podcast que me han inspirado. Últimamente, por ejemplo el de María Fornet, The Gender Psychologist (en castellano, aunque su título haga sospechar lo contrario)
En mi blog
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