Volver a conducir / Memorias del nido vacío (8)
Una nostalgia precursora me impulsa a escribir. El vacío es la tristeza dulce de los hijos que se van distanciando y es también un tiempo que se abre para observar(me) con ojos nuevos, para aceptar desafíos y placeres.
Amaxofobia intermitente con fotos carnet
Es viernes. La primavera, con ímpetu y sin transición, convirtió su otoñez en un rotundo verano. Yo estoy acalorada, buscando mi carnet de conducir. Repaso cada carpeta, caja o cajón en que creo admisible haberlo dejado. Luego sigo con los sitios menos verosímiles. Y nada.
Decidí que mi nueva etapa vital incluirá un coche, para lo que es condición sine qua non mi licencia para usar vehículos. He encontrado el de Argentina, el de la Florida, pero no el que un día obtuve en Cataluña y que caducó hace años.
Por el camino también me topé con fotos carnet de diferentes épocas. Pendientes largos y camisita a lunares en mi dni del año 89. Look de señora con pelo al hombro, curvado en las puntas, justo antes de cambiar de país, de estado civil y de condición materna en el pasaporte de 2001. Otras sueltas, que habré hecho de más en ocasión de diversos trámites: con pelo largo, ultracorto, oscuro, claro, siempre tres cuartos de perfil. Juntas dan la impresión de que he sido una espía intentando ocultar su identidad.
He de confesar que me veo guapa en todas, y no solo porque sea joven, así es como me siento cuando me pongo un poco de delineador de ojos en una mañana cualquiera y me miro al espejo.
En el documento que estoy buscando sé que hay una imagen que usé varias veces. Me desperté un día con ánimos de belleza exterior, me arreglé con ese look natural que es el más difícil de conseguir, fui al estudio de mi amigo fotógrafo a la vuelta de casa y me hice tomar unos retratos tamaño carnet para usar en próximas ocasiones.
Cada vez que hay que sacarse fotos de esas que viajarán por siempre en tu cartera, toca levantarse temprano para ir a hacer un trámite aburridísimo y poner tu mejor cara (que siempre es de culo) frente a una lente que dispara automáticamente y te da tres opciones malas de la cual hay que elegir la menos peor. Yo decidí hackear el sistema, hacerme fotos un día de sol, en lo de un artista con especial ojo para las personas, después de una buena noche de sueño y una sesión de automaquillaje.
Eso lo recuerdo muy bien. Sin embargo, no tengo ni idea de dónde dejé el bendito plástico rectangular que dice que alguna vez he conducido. Soy la antipublicidad de BMW, esa que pregunta si te gusta conducir. Yo respondo que no, sin atenuantes.
En mi historial consta que obtuve mi primer carnet sin haber tocado un automóvil, en un pueblo en el que te lo daban solo por pagar las tasas municipales; que hice el segundo viviendo en ese mismo pueblo, pero con tantas ganas de autenticidad que me saqué el difícil, uno para el que tenías que saber aparcar entre dos barriles de cemento.
Me tomaron el examen teórico junto a un taxista y le discutí que en las rotondas tiene prioridad quien está saliendo. El tipo no tenía ni idea y la examinadora me dio la razón. La ley de tráfico en mi ciudad natal para cruzar una calle cualquiera era “animate si sos macho” y supongo que parte de mi trauma viene de entonces.
Luego en Estados Unidos descubrí los cambios automáticos y sentí que con ese método habría sido capaz de manejar a los 18 como todo el mundo. Me aprobaron a la primera y me otorgaron mi driver license con felicitaciones.
Llegué a tener un escarabajo precioso, gris plata y amé las carreteras, siempre de cuatro carriles y con semáforos funcionales en cada esquina. Para ir a estudiar inglés en el community center de mi barrio en Miami, tenía que desplazarme 10 kilómetros; el sistema de buses era incomprensible y caminar se consideraba una actividad de alto riesgo fuera de los circuitos construidos especialmente para esto, alrededor de los lagos artificiales.
Quizá por haberme acostumbrado a esas condiciones tan ideales, cuando nos mudamos de continente me paralizó el pánico frente al odioso sistema de caja manual y las estrechas callecitas medievales. Acomodar tres niños en el asiento trasero era la menor de las dificultades.
Recuperé mi confianza automovilística años después, al comprarle a una amiga un auto viejo y pequeño con el que no tenía miedo de arañar paredes de piedra o postes amarillos de estacionamiento.
Y fui feliz con mi Corsa color vino mientras duró su vida útil. Un día lo llevé al mecánico argentino que lograba recuperarlo de cada achaque y me dijo con la cara seria de quien comunica a un pariente que la cirugía no ha salido como se esperaba:
—Es mejor que lo mandes al desguace.
Estaba en una semana difícil: después de otro embargo había decidido cerrar la cuenta bancaria para vivir valientemente solo con efectivo y me habían robado la bicicleta. En un círculo de mujeres compartí, con ese exceso de optimismo que a veces me caracteriza, que el universo me estaba invitando al desapego.
Parte del entusiasmo a prueba de desguaces se debía a que estaba enamorada. Por eso, cuando llegué a la casa de mi flamante novio, después de tres horas de tren, le conté mi trágica semana sin tarjeta de débito, coche ni bicicleta y suspiré aliviada:
—Qué bien que al menos tengo esto.
Él encendió las velas, me sirvió una copa de vino y con su habitual calma zen me respondió usando el mismo gesto compasivo del mecánico:
—Pues de eso te quería hablar…
Y así es que desde entonces no he vuelto a manejar. Decidida a superar mi amaxofobia, volveré al asiento de la izquierda para ir adonde necesite, en los horarios que decida.
Creo que está en un monedero negro con flores, a ver si hay suerte.
Notas al margen
Más que una mujer, Caitlin Moran.
Me gustó mucho esta entrevista de presentación de su libro. Solo he leído “Cómo ser una mujer” y me reí a carcajadas. Dice que los próximos serán “What about men?” después de años de responder a esa pregunta, ¿y qué pasa con los hombres?, y otro sobre la menopausia, aunque para ese esperará a dejar de tener la regla. Tiene dos hijas, una de 18 y otra de 20, y me he sentido identificada con mucho de lo que habla en el video.
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He estado viendo películas documentales autobiográficas que hablan de esa decadencia física irrenunciable que nos llega con el paso (y el peso) del tiempo. Miradas muy diferentes: la de un actor que hizo de Batman y se quedó sin voz; la de una actriz y cantante sex symbol de los 70 retratada por su hija, y la de una mujer de 94 años que se convirtió en “influencer” de instagram durante la pandemia y su sobrino bisnieto, un actor español que documenta con mucha ternura ese vínculo entre los dos.