El pasado no vuelve.
La nostalgia se invita sola a la fiesta y proyecta en la memoria un álbum de fotos tramposo.
Atenta contra la aceptación de este presente.
Confabula contra la invención de mis futuros posibles.
Me levanto después de pocas horas de sueño, con resaca tras la sobredosis de realidad.
Las rutinas me anclan al cuerpo, a la materialidad de la existencia, soplan la capa gruesa de polvo doloroso.
Doblo el pijama, lo guardo en el lado derecho del cajón, salgo de la habitación y me lavo los dientes, me obligo a pintar una raya en los ojos como si en ese acto pudiera también redibujar lo que veo.
Doblo el pijama, lo guardo en el lado derecho, quito la almohada, estiro el edredón, dejo todo en su sitio, no volveré hasta la noche, cuando repita el ritual del insomnio.
Cada gesto conlleva el esfuerzo mental de hacer una multiplicación de tres cifras.
Me devuelven a la respiración, a las manos, a los pies, me rescatan del pensamiento en bucle, me entregan, dócil, a la paz de lo cotidiano.
Voy a la peluquería con ansias de cambio radical y sin embargo pido que me quiten apenas las puntas, me lavan el pelo dos veces porque al final me decido por un rubio sin amoníaco que me advierten: no tapa las canas sino que apenas las diluye
Como si me dolieran las puntas del pelo, como si quitarlas fuera aceptar un poco más eso que no va a volver. Me resisto a ese otoño y quiero pegar las hojas antes de que acaben de caer.
Salgo casi contenta, la misma con un barniz apenas, aún no me siento capaz de arrojarme a la metamorfosis de lleno.
Supongo que un día de estos doblaré el pijama, la almohada, estiraré el edredón y al mirarme al espejo sonreiré mariposamente del otro lado.
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De “El año del pensamiento mágico”, de Joan Didion:
«La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba».
Citado en Nada importa, la newsletter de Jesús Terres, que codirige el pódcast “Decir las cosas”