Cuaderno de emancipación #03
“Hey ma, se que sos adulta y tal pero me preocupo, avisame qué vas a hacer”.
El bus nocturno me deja en una rambla oscura cruzada por el viento.
Avanzo con mi maleta de ruedas cortando el silencio helado.
Una tienda de comestibles, con sus colores brillantes, de bebidas y artículos de primera necesidad, es lo único abierto. Me detengo en la puerta, como si fuese el último refugio de humanidad, para ubicarme: google maps me dice que tengo una media hora caminando hasta la casa de mis hijos.
“Hey ma, se que sos adulta y tal pero me preocupo, avisame qué vas a hacer”.
Hija me espera para abrir la puerta porque está acabando un trabajo de la universidad que tiene que entregar mañana. Le he ido notificando cada paso. Son casi las dos de la madrugada. Cometí un error de novata: no mirar la hora del último ferrocarril y el taxi me costará más caro que la cena. Pero tengo demasiado cansancio y prudencia para recorrer a pie la media hora.
Al final de la calle veo la luz verde de un taxi y lo tomo.
Tengo un taller de escritura de tres días. Acabo de escribir durante horas en un cuaderno, a mano, vaciando mi inconsciente bajo consignas audaces que me empujan a un límite que suelo buscar a solas pero no compartir. Quiebro la barrera de ese pudor. Es un grupo de argentinos y argentinas (promedio 30 años) que marcan una distancia cuando digo que tengo hijos mayores, mientras compartimos cerveza y empanadas después del taller.
El rol. Ese rol que envejece. “¿Te imaginás? —proponen —tu madre llegando a la madrugada, borracha y dejando sobre la mesa el cuaderno donde estuvo tres horas escribiendo sobre sexo.” Y da pie a que cuenten historias que descubrieron de sus padres. Y marcan esa frontera, involuntariamente.
Subo al bus con una de mis compañeras, me dejo guiar por las calles, incluso poner la tarjeta de transporte en la máquina. Me siento anciana bajo su mirada. Retomo mi dignidad cuando le explico a qué me dedico. De pronto ella es una joven inexperta y yo una mujer adulta plantada en el centro del escenario otra vez. Ella una novata que va a ingresar, yo ahí dentro por derecho propio.
Hay mucha crueldad en estos roles, las miradas, las palabras, los relatos, la ropa, todo nos coloca en relación. Yo me niego a asumir ese rol y lo quiero más líquido. Edad fluida. No quiero que me encasillen. Muy madura para mi edad o muy adulta para mi aspecto o muy joven para mi experiencia. O muy. O tan. No importa. No quiero. Me sacudo esas etiquetas. No quiero asumirlas. No quiero colgarme esas medallas pesadas.
………
Cruzo unas frases roncas con Hijo Menor antes de que salga para su trabajo, desde el sofá donde dormí. Ayudo a Hija a fijar la ducha en su sitio con una goma del pelo, a poner una cápsula nueva de café; la anterior ha quedado inutilizada y no todo puedo arreglarlo (no se lo digo, no derribaré el último mito). Ya hemos decidido con ella que me quedaré a cocinar un guiso. No vamos a encontrarnos en la ciudad.
Leo un rato gracias a que tengo el móvil descargado, libre de distracciones. Y después repaso lo que escribí anoche.
Espero a Hijo Mayor para desayunar, el único que no se fue. Escucho ya los sonidos en el fondo de la casa, me anticipo a una larga sobremesa que me trae de vuelta al hogar perdido.