Estoy frente a la nevera de los yogures. Respirando su aire azul con mis pulmones a media máquina. Me acabo de levantar de la cama donde estoy desde ayer con un despunte de gripe o lo que sea. Haciendo descanso preventivo. Con un brote de energía decidí salir al súper para hacerme de unos víveres antes de volver a sentir los pies fríos y la cabeza nublada.
La duda me paraliza durante unos minutos exagerados. Veganos o lácteos, ecológicos o industriales, saborizados o con fruta. Incluso flan o tiramisú. Me decanto por los de vaca, neutros y de proximidad, elaborados en una fábrica con proyecto social que mis hijos visitaron durante la escuela primaria.
En medio del resfrío no dejo que las prisas obnubilen mi responsabilidad consumidora y antes de poner las cosas en el carro de compras sopeso el impacto que ese artículo podría tener si solo comprara miles de su clase. También entran en la ecuación mi salud, mi economía y mis antojos. Se reúnen en mi cerebro intentando una decisión ecuánime. Por eso repito la demora en cada sector del supermercado.
Salgo con mi bolsa llena y veo que el cielo está tan azul que no puedo sólo ignorarlo y volver a la cama. Camino los 50 metros que me separan de la playa, busco un banco iluminado.
El aire está frío y el sol lo calienta. Es como sentarse frente a una chimenea. Esa clase de placer. Miro al mar y rebusco en la bolsa para elegir el primer alimento del día. Veo las mandarinas, me llevan a la infancia. La casa era fría y comer mandarinas al sol en invierno era un gusto.
Me sentaba sobre una calesita de metal oxidado que había en el patio de casa, restos del jardín de infantes de mi mamá. El intenso olor cítrico, el vértigo, las temperaturas opuestas. Coordenadas en que mi yo niña y este instante de adulta se sincronizan.
Me deslizo en esa magia como si fuese un hielo fino hasta que se funde. Emprendo el camino de vuelta al reposo, al té de limón y miel (receta materna) y su añadido de jengibre, un infaltable en esta, mi era mediterránea.
Agradezco el mar, el sol, la salud y sus pequeños baches. La naturaleza redonda, anaranjada, que me lleva por un instante de viaje hasta una infancia amorosa que aún me sostiene.
Mi madre hoy me cuida a la distancia.
FALTA DE ATENCIÓN
Ayer me porté mal en el cosmos.
Viví todo el día sin preguntar por nada,
sin sorprenderme de nada.
Realicé acciones cotidianas,
como si fuera lo único que tenía que hacer.
Aspirar, espirar, un paso tras otro, obligaciones,
pero sin pensamientos que fueran más allá
de salir de casa y volver a casa.
El mundo podría ser tenido por un mundo loco
y yo lo tuve para mi propio y trivial uso.
Ningún cómo, ningún por qué,
o de dónde ha salido éste,
o para qué quiere tantos impacientes detalles.
Fui como un clavo superficialmente clavado a la pared,
o
(aquí una comparación que no se me ha ocurrido).
Uno tras otro se fueron sucediendo cambios
incluso en el limitado campo de un abrir y cerrar de ojos.
En la mesa más joven, con una mano un día más joven
había pan de ayer cortado de forma distinta.
Las nubes como nunca y la lluvia como nunca,
porque era con otras gotas que llovía.
La Tierra giraba sobre su eje
pero en un espacio abandonado para siempre.
Duró sus buenas 24 horas.
1.440 minutos de ocasiones.
86.400 segundos que mirar.
El cósmico savoir-vivre
aunque calla sobre nuestro asunto,
exige, sin embargo, algo de nosotros:
una cierta atención, un par de frases de Pascal
y una sorprendente participación en este juego
de reglas desconocidas.
Wislawa Szymborska
(Kornik, Polonia, 1923-2012)
PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1996
de Dos puntos, Ediciones Igitur, 2004
Edición bilingüe
Traducción de Gerardo Beltrán y Abel Murcia
para leer MÁS
Que bonito Andrea!!!
Qué placer leerte!