Escribir. Vivir. Contar para vivirlo.
Volver a la raíz. Volver. Volver al útero. A la sangre. A lo que vibra. Mirarme otra vez en el espejo después del verano. Quitarme una capa de piel, de sol, de sal.
Y apoyar los pies desnudos en la tierra que ahora no quema, que se enfría. Sentir los pasos. Uno, después del otro.
Me perdí un poco en los otros. Diluida. También he calmado mi sed con diálogos y experiencias en compañía. Nutrida.
Quién soy hoy. Qué madre soy hoy. Qué mujer. Qué clase de profesional. Y de escritora. ¿Escribiente?
Fue un año bisagra, paréntesis, prólogo-epílogo, para todos en esta familia de cinco.
Hijo Mayor me llama desde un tren, acaba de salir de un curso de guión después de dos cursos sin estudiar. En su voz encendida otra vez, respiro: la alarma se apaga un momento sabiendo que ahí ha encontrado una vía en la que deslizarse. Redactó la primera escena de un thriller que se le ocurrió mientras lidiaba con mesas habitadas por turistas hambrientos en su trabajo de julio a septiembre como camarero.
Hija transcurre sus primeros días en la universidad como pez en el agua, después de un año sabático, de sus viajes en busca de la identidad familiar. Me explica que ha elegido la película “El club de la Lucha” para hablar de masculinidad, la primera tarea. Describe el edificio, sus rutinas, su nuevo grupo de compañeras y profesores; le pido detalles que me permitan verla a la distancia.
Hijo Menor por fin en la escuela que no pudo entrar el año pasado. Entra en una crisis vocacional. No se ve todo el día en el ordenador, yendo al milímetro con la técnica. Le gusta el cine (claro) y no los videojuegos (ya pasaron). Entonces le parece una idea fantástica captar socios para una ong en la calle, hablar con gente, aprender un guión persuasivo. Por teléfono me pregunta si opino que es un plan muy loco. Le respondo que no, si lo ha sentido en su estómago.
Detectar el tono de sus voces, adivinar las corrientes debajo. Sostener el aire, evitar la tentación de salvarlos de los errores, los fracasos, las dudas, los esfuerzos.
Me adelanté a este momento cuando aún los despertaba con el desayuno cada mañana. El nido vacío, ahora, es un “hoy”.
Me quité esa capa (de cebolla, de superheroína) y fui una madre horrible, ausente, culpable de mil barbaridades, en esta transición.
Algo retorna a su cauce, aunque de un río nuevo, desconocido, que se irá haciendo familiar mientras navegamos su incertidumbre.
Soy la madre de tres adultos. Y de mí misma. A ver qué tal esta nueva aventura.
¿Me acompañas?