Tengo:
Sobre mi mesa, una postal a medio bordar con el retrato de una mujer con una mirada recia hacia el horizonte marino; lanas azules y rojas, agujas de varios tamaños, una tijera que era para cortar uñas y hace rato que sólo corta hilos; “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo, abierto en el capítulo “Tejedoras de historias” (empieza nombrando a Safo, “la única presencia femenina en el canon literario griego”), marcado con una hebra marrón.
En mi pantalla, una pestaña del Museo Tate de Londres con el artículo sobre una artista textil: “Magdalena Abakanowicz, A trailblazer who changed what it meant to be defined as a sculptor” (una pionera que cambió lo que significaba definirse como escultora). Y un documento que se titula “Voces de hilo y aguja: construcciones de sentido y gestión emocional por medio de prácticas textiles en el conflicto armado colombiano” de Andrea Carolina Bello Tocancipá
En mi lista de tareas, escribir una presentación para un taller de bordado intuitivo que me han invitado a dar en una asociación de artistas de Montmartre, en París.
En mi memoria, una tía abuela remendando calcetines. Con mi madre esta mañana de domingo, hablamos sobre la exactitud de ese recuerdo. Me aportó detalles: la tía en cuestión usaba un mate como apoyo de los agujeros que serían disimulados con hilos, y nunca necesitó remendar medias para no comprar otras, sino que era una costumbre familiar heredada. Las dos hijas mayores (una de ellas, mi abuela) bordaban con primor.
—A ver si consigo alguna de esas carpetitas para usar en la panera, con las puntillas hechas a mano,— dice mi mamá— yo nunca les di importancia, uso servilletas de papel.
También hablamos de una de mis sobrinas, (tan parecida a mí, dice) que ha rescatado su máquina de coser y empezará clases para aprender a usarla. A los 15 años yo cosía mis propios vestidos y algunos para mis hermanas. Hasta la costurera del barrio me preguntó una vez cómo se manejaba esa tela elástica que estaba de moda. Para mi viaje de fin de curso, a los 18, llené una maleta de prendas tan cortas y ajustadas que se doblaban con el tamaño de un pañuelo.
Recuerdo esas siestas de verano con el ronroneo de la Singer. Recuerdo a mi profesora de labores de la primaria diciéndome “Secchi, usted es una ociosa” porque no había llevado el cañamazo de turno. Nunca, nadie, me había insultado de esa manera. Ni lo haría jamás.
Tengo el pañuelo de seda de mi abuela paterna que trajo mi tía el año pasado junto con un álbum de fotos de mi infancia; es lo que le pedí cuando me preguntó qué quería como recuerdo después de su fallecimiento reciente, a los 94 años.
Tengo un texto que escribí en un cuaderno después de bailar:
En vez de esconder el revés de la trama, la enseño
Todos esos nudos me costó llegar hasta aquí
Toda esa belleza dolorosa
Hay hilos cortados
Dudas
Apaños
Todo está presente en el dibujo que se me muestra
Escribir y bordar
Dibujar la vida que hay en mí
Hijos, hilos
Hija, hila
La aguja sólo rompiendo entra
Es un acto de violencia cada vez
Atravesar
Un acto de valentía
Fecundo
Crear
Tengo derecho a equivocarme
A dudar
Al revés de la trama
Y leyendo ese cuaderno, el título de esta serie se revela solo.
Tengo todo esto: hilos, palabras, agujas, una obsesión creciente por el arte textil, retratos de mujeres que fueron invisibilizadas, ganas de descubrirlas y compartir mis descubrimientos. Como cuando me siento a bordar, no tengo la menor idea de qué puede salir al final.
Aún así, y a riesgo de enredarte. ¿Me acompañas?
(Debajo, postal bordada en proceso y el revés de su trama. Postal: Sèrie Caps d’Estudi. L’ávia Abadessa. 1908. Foto: Josep Esquirol (1879-1934). Arxiu Municipal de L’Escala. © 2006 Museu de l’Anxova i de la Sal.)
Sí, te acompaňo. Però respondo en la otra parte.
Qué preciosidad de texto