Un viaje a París parece el colmo del glamour.
Digo que es mi auto-regalo de cumpleaños. Digo que voy a impartir un taller de bordado intuitivo a un grupo de artistas del Montmartre. Digo que voy a trabajar porque tengo clientas de webs ahí y que una de ellas me alentó a esta escapada. Digo que voy porque oui, porque puedo, porque lo he decidido en la luna nueva de enero. Y mi cotización sube por las nubes en el mercado de lo chic. Ohlala.
Podría mostrar las siguientes fotos:
Con mi amiga, una compañera de la escuela primaria que emigró para formarse con Marcel Marceau, el mimo por antonomasia (soupe à l'oignon, escaleras quitaaliento, Sacré-Cœur, risas).
Con mi anfitriona, trabajando en un bar llamado la Place, sus sillitas trenzadas, un café au lait y un croissant al lado de mi mac. En L’Academie du Climat tomando una infusión de salvia después de evaluar el espacio para futuro evento intercultural. Bailando Abba en versión fanfarria, bajo la lluvia, a metros del Pompidou, donde una banda de universitarios disfrazados de carnaval tocaba trompetas y ejercitaba una coreografía de cancán.
Sola, cruzando el Pont des Arts o el Boulevard Sebastopol para corroborar en mi cuerpo que así empieza Rayuela, aunque fuese imposible que la Maga apareciera si llegué con google maps.
Composición con hilos y agujas comprados en el barrio Le Marais (de fondo, la bolsa y su marca que completan la aesthetic).
Con las artistas parisinas que vinieron a bordar conmigo. Entusiasmadas ellas y yo de darle nuevo sentido a las postales de sus obras. La galerista sumándose al festín textil y sacando de amplios cajones unas fotografías tamaño A3, impresas en blanco y negro sobre tela, con hebras color plata. Copas de vino, invitaciones para volver.
Y ese testimonio gráfico sería un recorte veraz aunque parcial de mi viaje. Toda trama tiene su revés.
Lo que no entra en el álbum:
Me perdí al llegar, tomé una línea de tren correcta en su variante equivocada; con mi móvil muerto, me di cuenta media hora más tarde del error. Previsora en mi despiste, tenía escritas en un pañuelo de papel dos paradas que nunca aparecieron. Tuve que volver a Champ du Mars. En la superficie las masas turísticas intentaban escalar la Torre Eiffel y yo, en el subsuelo, cual Stranger Things y en los ‘80, sin teléfono ni conocimientos del idioma local, solo quería llegar a mi destino, que estaba del lado opuesto de la vía y con dos horas de retraso.
En el día que recuerda mi nacimiento decidí quedarme en la habitación de 10 metros cuadrados (confortable y con alimentos para 24 horas) para recuperarme del shock cultural y la regla. O tal vez para conjurar la edad, como esas cremas anti-age que prometen parar el tiempo.
Malgasté horas. No pisé un museo ni un cementerio. Me quedé con ganas de comer un macaron por no decidir de qué color. Tanto por ver y yo tan pasiva. Casi pierdo mi vuelo a la vuelta porque no se leía el código QR de mi tarjeta de embarque en la pantalla y sobre todo porque salí al aeropuerto con poco margen para fallos por el intento de pulcritud.
Tampoco cabían en la galería:
La dependencia emocional y logística con esa entidad que tengo que cambiar porque su memoria y su energía están al límite (alusión tecnológica, no romántica).
La melancolía y la lluvia. La luz gris (que un poco perdono por sus paraguas amarillos, sus neones azules, sus terrazas llenas como si fuese una tarde primaveral en Barcelona). Los charcos grises. El frío en los huesos. Los malentendidos por whatsapp y una relación cercana convertida de pronto en hielo (aún en un nudo, en la lista de lo que debo procesar, más aprendizajes, pero quién me quita lo sufrido). Los errores. La culpa. La fragilidad.
En mi maleta sin facturar, esa de 40x30x20, cupieron objetos y experiencias. Lo demás quedó fuera. La chaqueta larga y con múltiples bolsillos me protegió de la humedad constante, no de las decepciones.
Un viaje es esto y aquello, no esto o aquello. Estoy contenta de despertarme en casa. No tengo miedo de volver a salir. Y ya pienso “África en mayo, por qué no”.
(Debajo, el inicio de Rayuela, de Julio Cortázar y postales bordadas durante el taller de improvisación textil en el marco del Mouvement Au Féminin en la galería La Moulinette, postal con foto de Luci Baudi, creadora del Mouvement Montmartre)
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba.”
Rayuela, Julio Cortázar
Fantástico relato! He disfrutado mucho leyéndolo.