Diario de otra procrastinadora #06
Escribir para ser eterna. Auster, un té rojo y un cuaderno azul.
Es mediodía, tengo sed y aún me falta la dosis de cafeína: pido un cortado y un té rojo con hielo. Hay muchas cosas que no me gusta hacer sola o en público o sola en público. Por ejemplo comer en un restaurante. Tampoco viajé nunca totalmente sola. Excepto algún tramo y para encontrarme con alguien.
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Con una amiga hemos intercambiado nuestros pisos. No playa por ciudad o por montaña, sino playa por playa. La misma costa, pocos kilómetros de distancia. Me siento muy lejos de casa, el viaje es mental.
Le di de comer a su gato cuando todavía estaba oscuro. Salí antes de las siete para ver el amanecer. La sensación es siempre la misma, que soy una afortunada por ver salir el sol. Y en cierta forma literal ES un privilegio. Alguien conocido murió la semana pasada y no lo tiene.
Aunque me refiero a algo que está más allá. Es esa especie de lujo que tiene un hotel de lujo. El espacio. Los brillos sutiles, los materiales nobles y la composición. Cualquier arquitectura aspira, en el fondo, a la belleza de un paisaje natural y jamás lo logra. Contemplar el amanecer me causa la reverencia de una obra original. Lloré frente a un Gauguin. Podría llorar a lágrima viva mientras el sol pinta las nubes con esos rosas inverosímiles. Hoy amanece en medio de un útero de piedra negra, donde se puede ver el fondo como a través de una lupa que magnifica la textura.
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La biblioteca de mi amiga traductora está clasificada por idiomas. Descarto la mayoría en francés, recorro con la vista el estante de Murakami traducido. Veo los García Márquez y los Cortázar en castellano. También un Gioconda Belli. Me digo que tendré que recomendarle alguna Samanta Schweblin, alguna Guadalupe Nettel para renovar su estante latinoamericano.
Saco “Historias de cronopios” de Cortázar y leo un par. Quizá envejecieron con alegría y sin embargo, me remiten a una candidez que caducó en mí. Elijo el último de Paul Auster en inglés. Dentro tiene el marcapáginas del Museo de fotos que visitamos juntas en Senegal.
Está también “I thought my father was God”; fui a la presentación de ese libro en Miami en 2003. Conocimos a un Auster entusiasta, contando en detalle cómo nació ese libro que no escribió él, sino sus oyentes. Las coincidencias y la maravilla de la vida han sido temas recurrentes en su escritura. El cuaderno rojo. La música del azar.
En las historias de “I thought…” personas comunes le contaban sucesos extraordinarios y él los leía al aire. El libro es eso, no lo leí nunca y veinte años más tarde podré abrirlo.
Me llevo el último, Baumgartner, a la playa. Su protagonista es escritor y filósofo, ya retirado. Acaba de caerse por una escalera y siente la fragilidad del cuerpo. Lo acompaña un hombre joven que viene a leer su contador de la luz. El joven, a causa de una lesión, no es deportista profesional sino empleado de la empresa de energía.
La fragilidad y la belleza en Auster. Eso mismo me recuerda el amanecer. El Paul de carne y hueso no puede ver más amaneceres. Sus palabras sí están en mi bolso, en este útero de piedra negra y agua transparente. Suena una flauta. Somos tres mujeres en silencio y otra soplando con arte ese instrumento que completa el idilio.
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Hoy vi salir el sol. Ahora es mediodía y los hielos se derriten en el té rojo. Tengo esta libreta azul para tomar la instantánea. No necesito nada más. Estoy completa.
Vine a esto, a tomar una distancia mental. Respiro mi miedo. Las olas me hablan de la impermanencia: cada una fracasa cada vez que se agota en la orilla. Todas juntas hacen el océano.
Vine a esto. Respiro mi miedo. Nadie es eterno. Ni Auster, ni las olas ni el amanecer.
Escribo “tomo el último sorbo del té rojo”. Sé que un día, al releerlo, tomaré este té otra vez.
Escribo para aceptar la fragilidad. Escribo para ser eterna.
Escribí “Diario de una procrastinadora” en junio-agosto de 2021
qué belleza.