Diario de otra procrastinadora #01
Escribir sin razón y con razones. Ventanas, peces y tatuajes.
Escribo porque no sé que hacer con mi tiempo improductivo y busco en las letras que aparecen solas alguna esperanza de horóscopo chino. “Ah, si, era eso”, me autoconvenzo.
Escribo con la tenacidad de un oficio que no quise ejercer aunque me fuera destinado. Ese que arranqué con ímpetu antes de los veinte y que se diluyó por el camino.
Y sin embargo escribir, escribí siempre. Cartas largas a amantes imposibles, amigas distantes o ejercicios para mi otro yo.
Ahora, como una metamorfosis de la periodista que fui, quiero cocrear un espacio donde el tiempo se pare y reine por derecho divino el relato. En esta madurez que me invita a elegir de nuevo quiero activar esa cita colectiva.
No enseñar nada porque solo sé el tamaño de mi ignorancia.
Sí elegir carnada para los peces de la palabra como si se alimentaran de esmeraldas.
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Por mi ventana pasan niñas en bicicleta, hombres corriendo con decisión, se agitan media docena de banderas y aprendo que una de ellas es de Estonia; al fondo también flamean la franja azul del mar y los mástiles inquietos de los veleros.
Mi ventana, en este verano que parece un anuncio de cerveza mediterránea, es un paréntesis transparente y es también una pregunta:
¿Por cuánto tiempo más miraré desde aquí?
Las mudanzas siempre cuelgan sobre mi cabeza migrante cual espada de Damocles. Hay gente que supo en los últimos diez o veinte años su domicilio y eso le permite pronosticar cuál será el de los próximos diez o veinte años. Esa gente y yo nos miramos extrañados como seres de planetas diferentes.
Puedo ubicar mis recuerdos según la casa donde vivía: el margen de error es de dos años máximo.
Mi cuñada y yo nos prometimos hace poco (con la inconsciencia que da un sol de julio sobre la cabeza) tatuarnos juntas el número de viviendas como se anotan los puntos del truco: en un cuadrado con diagonal que suma cinco. No es original la idea, solo imitaríamos a sus hijos, mis sobrinos, que ya tienen esa cifra en la piel. Mi tatuaje tendría al menos cuatro de esos cuadrados (veinte casas en total).
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Hace unos días alguien me señaló en el cielo nocturno una especie de cuchara sopera de puntos brillantes, y a la derecha una estrella aún más visible: me dijo que ubicándola siempre sabría cuál es el norte. Yo, que en la tierra lo pierdo a cada rato, hallé esa habilidad de lo más útil.
Algo así me pasa con la escritura. Es esa estrella brillante.
Es esa casa que puedo llevar en la mochila, que puedo desplegar cuando necesito techo, como si fuera una carpa verde del decathlon.
Podría tatuarla y sería un infinito.

Hice un Diario de una procrastinadora en junio-agosto de 2021